viernes, 1 de mayo de 2015

El día que morí



'El sueño de la razon crea monstruos'/ F. Goya

En el aire que visitaba mi habitación, un olor a chocolate y pan fresco entró por mi ventana. El reloj marcaba las 7 de la mañana. Mi arrugado y pesado cuerpo no quería levantarse de la cama. Ya era costumbre una lucha diaria con mis achaques de la vejez y mi desanimo por levantarme y recorrer, como todos los días, un pequeño apartamento lleno de polvo y periódicos viejos. Un desdichado apartamento descuidado y solitario así como su dueño, que al tomar una bocanada de aire para recuperar el ánimo por la vida, nuevamente se encuentra con ese delicioso olor a chocolate, que se transforma en un sabor amargo dentro de la boca. Pues el olor provenía de la casa de al lado donde una madre amorosa prepara el desayuno para sus pequeños e inquietos hijos. Ese aroma me recordó el frío que acompaña mis cuatro paredes, y que es la única fiel amante de mi alma. Alma que ya tienes sus horas contadas.

Ese día asomarme a la ventana ya no tenía sentido. Ver un sol radiante o unas nubes cargadas de rayos y agua, me era indiferente. Era casi lo mismo observar si la ciudad estaba aún allí, o si por el contrario fue arrasada por una ola de lava ardiendo. 

Desde mi juventud recuerdo que era enemigo del silencio. Odiaba estar callado o en un lugar silencioso, eso siempre me hizo pensar en la soledad, la inmovilidad y hasta la muerte. Por ello encender la radio o poner música fue una estrategia para evitar pensar en mi gran temor; terminar como un viejo solitario y amargado a quien nadie recuerde. Ahora solo reina el silencio en este oscuro y estrecho lugar. Recuerdo lo que dijo un día mi difunta madre “aquel que  tiene miedo, se lo lleva el diablo”, y creo que así pasó conmigo. Hoy daría todo, si tuviera algo, por estar sentado frente a mi madre sobre esta coja mesa que adorna la cocina, tomando un café y fumando un cigarrillo. Solo para decirle que la amo y la extraño mucho. Para decirle que los errores que cometí a lo largo de mi vida no fueron el resultado de sus errores como madre. Simplemente que fui el color que no logró mezclarse con el paisaje. El verso que no encontró canción para rimar y la poesía absurda que nunca nadie encontró algún sentido.

Ya son las 2 de la tarde. El tiempo sigue recorriendo su camino con una expresión indiferente y déspota. No se detiene en ningún momento para ayudarte a corregir el camino. Ni siquiera para preguntarte ¿estás bien?… El tiempo sigue, avanza. Cumple con su destino. Solo el tiempo es capaz de dejar arrugas en el rostro y cansancio en el cuerpo. Maldito el tiempo que solo veo entre mis manos viejas, en las cuales ya no hay ni huellas digitales. Esa es la señal de que mi tiempo en esta dimensión ha terminado. 

Mi cuerpo al parecer ha olvidado sus necesidades vitales. No siento hambre ni sed. Gratamente no siento la necesidad de ir al baño. Ayer ir al baño era una tortura. Sentir que los ojos en algún momento podían salir volando de mi cara por la fuerza que requería expulsar unas gotas de orina, era francamente un mal chiste de la vida. Siento un aire frío que recorre la mitad de mi espalda, pero los años a pesar de tantas tristezas me han hecho sabio, y sé que ese frío no desaparecería con una cobija. No, ese frío era la presencia de la muerte que ya está reclamando mi último suspiro. 

Ya son las 6 de la tarde. Odio esta hora del día. La odio. El silencio de mi espacio se volvió cómplice de mis tristezas. Siempre a las 6 de la tarde, al otro lado de la pared de mi apartamento, escuchaba esa maldita conversación: 

 -Hola amor. ¿Cómo te fue hoy?
- Bien, princesa. Contando las horas para estar aquí contigo.
- ¡Ay mi amor!, no sabes cuánto te amo…

Odio las 6 de la tarde. Odio a mis vecinos. Odio mi vida. Me odio. Te odio… bueno a ti nunca podré odiarte. Contigo supe que era sentir emoción, sentir eso que algunos llaman amor. Pero si odio pensarte, odio recordarte… odio no tenerte. Odio no haber luchado por ti. Quisiera que fueras lo último que mis ojos dibujaran antes de ya no poder ver nada. 

Las 10 de la noche. La visión me comienza a fallar. Ya no logro sostenerme sobre la silla en la que he estado sentado desde esta mañana. El frío sobre mi espalda cada vez se hace más hiriente. Penetra la piel de la espalda y como el acero de un filoso cuchillo la atraviesa hasta tocar mi columna. No tengo fuerza para pasar saliva. Veo como cada gota de baba choca con la mesa hasta formar un pequeño lago de agua.

Me siento mareado. Definitivamente hoy es el día de morir. Puedo percibir como la escaza fuerza vital de mis blandos músculos abandonan mi corporalidad. De repente mi viaje es interrumpido levemente por el sonido de alguien que toca a mi puerta, algo que por muchos años nunca pasó. Antes de caer contra el piso. Segundos antes de que mi cara choque violentamente contra el suelo y que de mi boca expulse un chorro de sangre caliente, dirijo mis ojos hacia la puerta, la cual se abre lentamente. Observo a un pequeño niño con una enorme sonrisa, el cual me dice entre ecos – Todo va a estar bien-. Mi cabeza finalmente rebota contra el piso y deja salir su último suspiro… 

Creo que ese niño era yo.

Por: Camilo Fresneda
@cfresneda

4 comentarios:

  1. Me gusta mucho la historia, la forma en que está escrita y la sensación que produce. Quisiera ver más contenidos así.

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  2. Gracias por comentar Ana. Claro que tendremos más contenidos de este tipo. Somos un blog abierto y libre que sin duda traerá más de lo bueno, lo que a ustedes los lectores les gusta. Afecto para ti.

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  3. Excelente. Maravilloso texto. Que gran talento.

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  4. Camilo! Excelente :') Tus letritas tienen una magia incomparable!

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